05 junio 2008

La experiencia como condición - Andrés Isaac Santana

Entre la banalidad exasperante, la idiotez ramplona y un toque rosa, parece moverse la escena contemporánea del arte. De ahí que el cansancio sea hoy uno de los síntomas más frecuentes en quienes se acercan de un modo puntual o participan de manera más activa en esta controvertida esfera de actuación simbólica. Con tan buena suerte, y en medio de tan decepcionante panorama, algunos artistas no hacen sino devolver la credibilidad extraviada al hecho estético, logrando un alto poder de sugestión donde lo que se impone, por fuerza, es la contemplación pasiva frente a un paisaje de accidentes objetuales y ardides representacionales sin mayor interés que el de la decoración del espacio en el que tales acontecimientos tiene lugar. En este sentido la exposición de Dominique Gonzalez-Foerster, recién inaugurada en el MUSAC de León, advierte del gran poder de sugestión del arte, de su capacidad de asombro y de su irreductible potencial romántico frente a lo que para muchos se ha convertido -sin retorno- en el trastero de vacuas ideologías, edulcorados objetos y representaciones infames e inauditas, carentes de todo tipo de solvencia discursiva y conceptual.

Esta es una muestra extraordinaria que –quizás sin quererlo- consigue poner en crisis la hegemonía de un sistema ideológico de representación, en extremo sujeto a los lugares comunes y al aburrimiento de las bellas formas, atravesadas por tópicos visuales harto recurrentes. El tránsito de la torpe fisicidad a la experiencia subjetiva de transformación interior, de lo evidente-narrativo a la exploración de sensaciones nuevas sobre la base del asombro y le perplejidad, pareciera ser el trayecto y la estrategia estética de esta artista francesa, en un momento cultural donde el romanticismo es escamoteado por el vasallaje arbitrario de una estética light cada vez más demanda en ciertos espacios institucionales del arte. Mientras que de un modo patético y acrítico se impone una política artística devastadora centrada en el alto rendimiento de las superficies enfáticas y en la pericia técnica, artistas como Dominique activan otras posibilidades del hecho estético más cercanas a la experiencia subjetiva del espacio interior del ser y la catarsis y rebasamiento de los sentidos. Desde el ambiente lluvioso de Promenade hasta Cinelandia, pasando por la eficacia discursiva de una biblioteca horizontal en azul, y por el Solarium y Nocturama, el espectador se halla en medio de un contexto intertextual y polivalente de influencias sensoriales (también narrativas), donde el poder hegemónico de la representación termina por abdicar ante las posibilidades transformadoras y sugestivas del acontecimiento estético, pensado en términos de sensación, de experiencia y de transformación interior, con toda una cuota de perplejidad deudora de la alta sofisticación de su propuesta. Esta no es una exposición para ver, para poseer a través del alcance y dimensión fálica de la mirada, sino –y por el contrario- es una muestra para sentir, para experimentar, para redimir. Existe, en ella, un claro desplazamiento del paradigma enfático y consagrado del arte suscrito al régimen de la visualidad imperante hacia una consideración del hecho estético como acontecimiento y experiencia sensitiva, como acto casi romántico de un anacronismo altruista. Es una especie de visualidad literaria, de narración ficticia donde se ponen entre dicho los estancos de la razón, la realidad misma y la propia naturaleza ontológica del arte.

El trazado museográfico de la muestra se convierte así en una clarísima invitación a transitar espacios trasformados y de transformación en los que cada uno, a su modo, tiene la capacidad de incidir sobre la subjetividad del espectador. Por momentos se pensaría en una conexión incongruente y hormonal, cuando en verdad se trata de una hilación sofisticada con el ánimo de suscitar un tipo de experiencia algo trascendente o, al menos, de un fuerte impacto emocional, estético y hasta afectivo. De entre estos espacios Cinelandia, que debe su nombre a un libro de Gómez de la Serna, es de las estaciones más impresionantes en este recorrido. Sus textos visuales, en formato de pequeños cortos o vídeos, son el resultado de una elegancia, de una congruencia conceptual impecable y de una belleza, en la que se ensalza el valor de la tropología por sobre la narración vulgar y anoréxica tan común a un buen sector de la producción visual contemporánea. Cinelandia, tal y como plantea la artista, “juega el rol de un archivo móvil, una gran biblioteca visual”, en la que lo poético destierra la ansiedad típica de toda propuesta vacía.

Después de ver esta muestra bailé a rabiar, algo que me reservo para muy pocas ocasiones, en uno de los garitos de la ciudad. Creo que cierta incertidumbre primera, un agradable asombro subjetivo después y una cuota de rara felicidad, me arrebataron la pereza del viaje de ida. Puede que, en efecto, el arte no esté hoy en condiciones de cambiar el mundo, pero -desde luego- sí que conserva aún la capacidad de transformación de las conciencias. Algo de terapéutico hay en él, un poder de redención no le ha sido escamoteado, al menos hasta ahora…

Originalmente de Salonkritik


1 comentario:

Txan dijo...

Ahí estamos!!!
perfecto lo de La Teje...