Lo cultural es político - José Luis Brea
Hace unos días, en los comentarios de estas mismas páginas, Juan Antonio Ramírez se quejaba del secretismo que estaba rodeando el proceso de la elección del director del Reina. No parecía que el momento fuera el más adecuado, cuando precisamente lo que estaba en cuestión era, antes bien, o la posible falta de discreción ministerial o la de rigor profesional de los periodistas que propagaban bulos –finalmente se evidenció que se trataba de esto segundo- obstruyendo con ello el proceso, en tanto las condiciones en que la convocatoria se había hecho pública (incluyendo cláusula de confidencialidad) podían estar siendo incumplidas, o amenazadas intencionadamente. Lo cual ciertamente era grave y obligaba a tomar posición sin ambages.
Si, sin embargo, salvamos ese hecho y circunstancia –lo improcedente de la queja en el momento en que se hacía- creo que en parte es obligado reconocer que algo de razón no le faltaba. En efecto, y aunque parece obvio que entre los intereses propios de los candidatos estaría el preservarse el secreto de su concurrencia, en cambio parece lógico reconocer que el interés de la ciudadanía estaría quizás más cerca de que pudieran saberse tanto los nombres de los candidatos –en realidad esto es lo de menos- como, y sobre todo, conocerse sus programas, sus propuestas y proyectos museológicos: que éstos en efecto pudieran ser públicos y que todos pudiéramos saber por qué se elige entre unos y otros –con qué criterios de valoración, con qué fundamentos, pero sobre todo persiguiendo qué políticas.
En relación con esta cuestión hay dos temas que me parece necesario intentar clarificar.
El primero, la necesidad de despersonalizar la elección. Aquí no se trata –o no debería tratarse- tanto de “elegir personas” como de elegir una política, de orientar (en relación a unos objetivos generales) el funcionamiento de un centro para conseguir que encuentre su lugar tanto en el contexto internacional como para el público al que se dirige y el ciudadano al que se debe. Y si bien resulta indiscutible que son las personas las que realizan las políticas, me parece igualmente obvio que en primer lugar deben definirse éstas y luego, sólo después, la persona más adecuada para desarrollarlas.
Lo segundo tiene que ver con un equívoco que me parece demasiado instalado: la turbia especie de que el objetivo fundamental del famoso “documento de buenas prácticas” sea, en cierta forma, proteger corporativamente a los profesionales del arbitraje de los políticos. En mi opinión, no se trata de eso, y de ninguna manera debería tratarse.
Para empezar, creo que conviene no olvidar –parafraseando consignas ya sobradamente asentadas- que “lo cultural es político”, y que, si se me apura, y en los tiempos que corren –en tiempos del estado cultural de Fumaroli, en tiempos del capitalismo cultural de un Rifkin al que se ha convertido justamente en asesor de Zapatero-, hasta puede que (lo cultural) vaya camino de convertirse en incluso lo central por excelencia de lo político, o por lo menos en uno de los escenarios fundamentales de la propia acción política; uno en que las decisiones tienen que tomarse con el sentido estratégico más avezado y atento a cuáles puedan ser los intereses de los colectivos representados.
Por supuesto que lo evidente es obvio, y lo que es obvio es que ya no se podía seguir consintiendo ni una elección más en que politicastros de cuarta (por ejemplo) decidieran poner o quitar a capricho de sus puestos –eligiendo a dedo a personas totalmente incapaces (por ejemplo)- a los gestores culturales: pero no hay que olvidar que si hacían esto de un modo tan escandalosamente arbitrario era justamente porque a lo cultural le daban cero importancia política (que me expliquen si no cómo podían nombrar a semejantes incompetentes); porque no lo consideraban sino el florero y la fachada ornamental para sus ampulosos y vacuos actos de seducción dirigida a las opiniones públicas más supuestamente cautivas de las manipulaciones periodísticas (y aquí que su encadenamiento a los caciques de suplemento periodístico resultara inevitable).
Pero eso –y la necesidad de acabar con ello- es una cosa, y otra bien distinta es que se pretenda que el nombramiento de los directores de las instituciones tenga que, a partir de ello, estar por encima de las definiciones de cada política cultural a cuya libre elección no sólo cada gobierno tiene derecho, sino incluso cada ciudadano -en su respectiva elección de un gobierno u otro- lo tiene también.
Porque lo cultural es efectivamente político, –e incluso “economico-político” diría, en el sentido más estricto y completo: y es eso lo que multiplica la responsabilidad de implementarlo adecuadamente- es muy importante que en sus actos electorales los partidos definan muy bien y con mucho rigor cuáles son las políticas culturales que piensan llevar adelante, de tal modo que si consiguen el refrendo de los ciudadanos para ello se obliguen a, efectivamente, ponerlas en funcionamiento, y lo hagan eligiendo entonces para ello a las personas adecuadas, de tal modo que éstas nunca puedan estar por encima de las políticas, que son las que tienen la legitimidad de la elección ciudadana.
Me parece que todas estas cosas deberían ya empezar a afinarse.
Se da la circunstancia de que el partido que está en el poder se tomó –diría que por primera vez- muy en serio definir sus políticas culturales en el anterior programa electoral. Después se ha tirado un buen montón de años -de sus años de gobierno- incumpliéndolas, es cierto, pero ahora por fin parecen iniciar el camino de la responsabilidad y de ello no podemos sino felicitarnos. Porque efectivamente vivimos tiempos en que las políticas culturales no pueden considerarse asunto baladí ni formas subsidiarizadas de otros escenarios de ejercicio de lo político supuestamente más “serios”.
Así que no confundamos las cosas. Es estupendo que se haya roto por fin con los viejos malos hábitos de menospreciar las políticas culturales como subpolíticas –y en función de ello obrar como se obraba en ese terreno con parejo menosprecio-; pero cosa bien distinta es amparar con ello un proceso interesado de despolitización de la cultura o, peor todavía, de defensa interesada de los intereses corporativos (si el asociacionismo incipiente en nuestro país acabara sirviendo sólo a ello, en mala hora) de los “profesionales” .
Hay un trabajo muy sutil que hacer al respecto, y diría que ésta es una tarea que queda en las manos de los varios equipos nombrados por el ministerio. A fecha de hoy, y aunque no todas sus actuaciones han sido totalmente impecables (por ejemplo, el premio nacional de fotografía al mismo autor al que, con estrepitoso fracaso y sospecha de amiguismo cegato, se llevó a
En el “comité de expertos" designado para proponer director para el Reina va a recaer ahora efectivamente la responsabilidad inmediata de conciliar por primera vez la expectativa corporativista de las "asociaciones profesionales" con la legítima exigencia ciudadana de cumplimiento de unas políticas culturales comprometidas por el programa electoral anterior (ya se verá en qué queda el que venga).
Bueno sería entonces que no olvidaran que no eligen, meramente, personas, que no se buscan "estrellas" (basta ya de tomar al director de museo por lo que no es, debería empezar a cuestionarse el exceso de poder y autoridad intelectual que se les atribuye, siendo en general tan escasa la que realmente tienen). Sino que se deben buscar personas adecuadas para llevar adelante unas ciertas y determinadas políticas. Si tienen dudas de cuáles, que revisen el programa electoral votado por los ciudadanos o, con no menos interés, le echen un vistazo a los documentos que el ministerio ha manejado en su reciente seminario sobre “institucionalización de la cultura”. Aunque no falten motivos para someterlos a la criba de una crítica inclemente, cuando menos demuestran que el equipo que ahora maneja los hilos de esta política –de lo cultural- sabe bien si quizás no del todo lo que hace, al menos sí lo que querría hacer.
Esperemos que, con esa visión, “el elegido” no caiga sobre nuestros torturados destinos de consumidores culturales como una especie de mesías salvapatrias llegado de no se sabe qué fabuloso planeta exterior para redimir de su mediocridad un centro con demasiados problemas estructurales, sino como un modesto especialista que realmente asuma haber sido elegido no para ejercer –como los que le antecedieron- de sí mismo (en su trágica y triste mediocridad respectiva): sino para desarrollar un mandato que, canalizado por lo político, proviene en su origen último de la congregación de voluntades que llamamos ciudadanía …
viene de ::Salónkritik::
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