La ciudad digital.
Por Julio Ortega para El País
Internet ha empezado a configurarse como una ciudad cuyos espacios confirman la identidad del operador, cada vez más caminante que navegante. Hay ya una escritura digital que nos identifica en el coloquio. Aun si las bitácoras y el mensaje instantáneo todavía promueven una cierta impudicia sentimental o agresiva (el yo "obsceno y feroz", que decía Lacan) el vecindario valora más los protocolos del diálogo. Y se ha ido forjando una economía de la urbanidad y la inteligencia mutua. Pronto Internet tendrá una historia, seguida por un museo. La aceleración del futuro que la tecnología impuso inicia, ahora mismo, su ciclo de decantamientos. El debut del "vook", híbrido de vídeo y libro (¿vibro?), demuestra que no sirve para ver a gusto ni para leer a conciencia. Acaba de fabricarse, y ya se debate entre el museo y la chatarra.
Internet está hecho de varios puentes, algunas puertas, y hasta muchas ventanas. Todavía lo vemos como un continuo indiscriminado y transitorio; pero construimos ya con esos materiales casuales un espacio propio, periódico y articulado. Cada operador inventa sus pre-cursores, y genera una familia de lugares de concurrencia, de sitios citados, como si el diálogo pudiese ser nuestra realización urbana. Por eso, vamos construyendo nuestra parte de ciudad, con páginas, redes y mapas, no por afán coleccionista sino por afán interactivo. Uno visita la British Library junto al Ramson Center de Austin; la editorial Pre-Textos de Valencia y Tombona de México. En el paseo, nos llega un mensaje de Carlos Monsiváis: "Nunca lo creí posible, pero las amistades y la magia del e-mail me han llevado a la condición del que aguarda cartas en un pueblo aún no fiscalizado por una novela de Skármeta". Es preciso afirmar este habitat, añadirle habitaciones a la primera ciudad post-estatal y trans-fronteriza.
Leer en la pantalla y leer en un libro, sin embargo, no se confunden ni se suplantan. Internet no sustituye a las prensas, enciende otra fase de la comunicación. Es una geotextualidad, sin principio ni fin, desplegada por su fuerza permutativa y libertad aleatoria. Esa ciudad virtual debería hacer más compartible nuestra ciudad fatal.
Al final, los libros en Internet no son alternativos al libro impreso. Cualquiera que haya buscado los relatos del Conde Lucanor en la Red, sabe que aparecerán veinte versiones dudosas. El libro, además, es un objeto cuya unidad simboliza la integridad de nuestro propio cuerpo, mientras que el texto en Internet pertenece a la fluidez de la imagen y su mutación. La lectura de un texto impreso supone la luz de la atención. La del Internet, la luz eléctrica. Pero Internet podrá diversificar las operaciones del arte de leer. Cuando la tecnología de los juegos electrónicos, que emplea a los jóvenes más creativos, decida invertir en educación, esa suma nos hará más civiles.
Pronto debe aparecer la nueva máquina de leer fabricada en MIT. Conectados a su sistema, veremos en la pantalla el nacimiento de las imágenes formándose en nuestro cerebro. Será como vernos en un espejo interior. No habrá mucho que hacer con esa máquina de soñar despiertos. Salvo que nos inventemos vidas elocuentes, lugares fabulosos, y encuentros mágicos. Pero para eso tenemos ya el Quijote y Cien años de soledad. Después de todo, la ciudad digital se debe a nuestra lectura.
Originalmente en El País.
Vía Salonkritik.
No hay comentarios:
Publicar un comentario