Pantallas rotas - JAVIER MONTES
Hace tres años, Doug Aitken publicó el libro de entrevistas Broken Screen para preguntar (y preguntarse) sobre asuntos que le interesan como videoartista. O como director de cine: entre otras cosas recordaba que la distinción tajante entre una etiqueta y otra se ha vuelto impracticable. Y que en los últimos cincuenta años ha sido justo en ese terreno intermedio donde han prendido otras formas de contar con imágenes que exploran la no linealidad, la fragmentación, las posibilidades de las nuevas formas de difusión.
O no tan nuevas: es verdad que todos los artistas que trabajan hoy con imágenes en movimiento (y en realidad todos los que dan vueltas a la cuestión de la narración en la escritura o en las artes) son conscientes de los cambios profundos en la manera de percibir la realidad de nuestra sociedad multipantalla. El boom de canales y medios deja muy cortas las profecías de aquella crisis de la representación tan teorizada en los setenta, y más que nunca toca repensar de qué hablamos cuando hablamos de cine.
Un siglo de experiencias.
Pero cualquier experimento gramatical o narrativo será incompleto -o banal, directamente- si no tiene en cuenta el trabajo de todo un siglo XX de cine volcado en aproximaciones de este tipo. En el libro de Aitken se encontraban, por eso, viejos zorros del «cine-cine» como Robert Altman o Werner Herzog con talluditos niños terribles de la teleperformance como Chris Burden o cineastas «de guante blanco» como Claire Denis. Artistas «de galería» como Eija-Liisa Ahtila y arquitectos pensantes como Rem Koolhaas, veteranos del cine contracultural como Stan Douglas y Kenneth Anger y la sombra esotérica del inclasificable Jodorowsky.
El paisaje fragmentado de imágenes y textos e historias sin final que recorremos a diario sin salir de casa tiene su respuesta en un arte que reivindica -o recupera por vía urgente- las tramas superpuestas, la percepción fracturada, las imágenes descoyuntadas, la libertad de asociación y de composición, el papel del ojo-espectador como creador o, directamente, como tema secreto de la obra.
El riesgo de todo esto, claro, es la literalidad y el mimetismo: un arte poco ambicioso y narcisista que se limite al «corta y pega» de aburridos mapas a escala 1:1 de la realidad visible (e incomprensible). El estímulo provendrá en todo caso de la tensión que el artista sepa mantener entre la voluntad de narración y síntesis y la capacidad de respuesta a las nuevas condiciones visuales: todo vuelve, y en una época en que la antigua ékfrasis (la pura descripción de lo visible) parece el único recurso posible para un discurso artístico con reflejos, el margen crítico anida, justamente, en el grado de lucidez y articulación de esas descripciones.
Sebastián Díaz Morales es un cineasta-artista que entronca con la familia (o la anti-familia) propuesta por Aitken. Expone ahora algunas de sus piezas en el espacio de Pepe Cobo. Y lo hace en diferentes formatos: su último largometraje, El camino entre dos puntos, se proyecta en una pequeña sala «tradicional»: pantalla a oscuras, sillas, horario de pases. El vídeo El hombre con la bolsa (2004) recurre a la pantalla de plasma y el bucle ininterrumpido. Y con El camino entre dos puntos propone una vídeo-escultura que mezcla la proyección continua y la presencia física del objeto-soporte.
En un borrón.
El camino está rodado en Patagonia, donde nació. En un momento dado, la perfecta línea continua amarilla que divide el asfalto de una carretera perdida se transforma en una par de dudosas rayas negras, emborronadas, vagamente paralelas, como trazadas con mal pulso por un rotulador gigante. Emblema de lo que le hace Díaz Morales a la narrativa y los géneros cinematográficos convencionales: emborrona, tuerce paralelas, se salta la engañosa perfección y el cierre hermético de la gramática visual tradicional. Ya en El hombre con la bolsa, esa fisura simbólica se volvía material al dividir la acción en dos tomas yuxtapuestas casi consecutivas, pero sutilmente asincrónicas.
Hace tiempo que el cine (o lo que llamamos cine) más experimental busca refugio en las galerías, desbancado del circuito de unas salas que bastantes problemas tienen ya en engatusar al espectador para que se cale unas gafas 3-D y pague por el cine más comercial. La competencia de modelos de consumo de imágenes, los nuevos canales, la necesidad de otras gramáticas visuales: sitios como el viejo taller reconvertido y trabajos como el de Díaz Morales obligan a pensar, sacudirse inercias y ponerse a ensayar las nuevas palabras de un vocabulario que empieza a fraguarse. O que nunca dejó de hacerlo.
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